Se arde por lo que no se puede tocar. En mi caso, las mañanas.
La claridad de la aurora se espeja con lo virgen del espíritu. El alma, calma o alterada por algún sueño indeseado, se presenta como un campo abierto, receptivo. Violar ese tiempo iguala al sacrilegio.
Como seres somos ontológicamente simbólicos. Vemos antes de comprender y recién ahí podemos explicar con palabras. El cielo clareando, con su refrescante silencio, son una invitación: olvidar los harapos del día anterior, escuchar, vestirse nuevamente, o quizás dejar que nos vistan.
Empiezo los días conturbada, se me arranca de la cama a un trabajo insípido. Lo que ya representaba una afrenta a mi humana trascendencia, se declara un llano combate. Como si fuera poco, me veo obligada a escuchar como primeras notas del día voces confusas, flotantes, que vomitan pequeñas dagas, como las de corsarios orientales. Busco la Voz y encuentro ecos impostados.
La comodidad, maldita trampa que idolatramos, me paraliza. La denominada estabilidad, cuyo único origen debería ser la confianza de creatura, me desestabiliza. Mis potencias humanas se marchitan de manera mensual, me debito antes de cada 10. Y, como a veces sucede, reniego de la fecha, y la deuda genera interés.
Lo idiota de mi transacción parece evidente: de buscar un campo abierto, a una oficina; de ansiar al soprano, a melodías plásticas y bicordes; mis potencias humanas por un buensueldo-mediajornada-deberíasestaragradecida.
Los sábados, mate en mano y álamos en frente, pienso -confundida-: antes sabía disfrutar las mañanas.
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