La humanidad ya ha ofrecido todo lo que tenía para dar. Ha agotado todas sus reservas, llevado al acto todas sus potencias.
Ya ha elaborado todo el arte de que era capaz, y ha olvidado su capacidad redentora.
Ya ha exprimido su lenguaje, y cansada de su auge lo ha mutilado.
Ya ha regado la tierra con santos para todos los gustos. Ha parido ya todos sus héroes. Todos sus buenos reyes y todos sus tiranos, déspotas y sátrapas. Todos sus gobernantes mediocres.
Ya ha dado su provisión de alimentos, ha mejorado los productos de la tierra y justificado el paladar.
Ya ha regalado su más alta expresión literaria, y ahora se dedica a hacer obras autorreferenciales, fácilmente digeribles, plagadas de personajes sin vocación de trascendencia.
Ya ha suavizado el peso de la tierra con óperas, baladas, cantos épicos y canciones de cuna. Ahora, por una triste infertilidad, ha pegado la vuelta a los primeros balbuceos, al ruido sin melodía y a la letra sin levadura.
Ya ha surtido las ciudades con palacios y catedrales de piedra con moralejas para el caminante. Ahora solo levanta bloques de cemento analfabetos, donde el hombre puede ver su propio reflejo y nada más.
Ya ha dado su profusa raza de teólogos, y el olvido los ha cubierto con un manto grueso.
Ya ha dado luz a salvajes navegantes. A sus Don Juan de Austria y a sus corsarios negros. Ya ha proporcionado a todos sus grandes exploradores: Colón, Magallanes, Marco Polo.
Ya ha donado a sus más grandes escultores —Fidias, Miguel Ángel—, aquellos que esculpían el mármol asumiendo el mármol para transformarlo en un hombre. Ahora el hombre se esculpe a sí mismo sin aceptar que es hombre, para transformarse en bestia.
Ya ha visto nacer a su ilustre linaje de poetas, desde Homero y Dante, hasta Yeats, Whitman, Blake y Machado. Hace no mucho, la humanidad buscaba la belleza en el mundo y entendía que eso era el hombre. Hoy busca la fealdad en el hombre y pretende que eso es el mundo.
Ya ha creado su democracia y su monarquía, y las ha degradado. Ya ha dado soberanos capaces de evangelizar un continente, príncipes ilustrados y políticos descreídos de su propia misión. Que parecen jurar a los cuatro vientos que no hubo tal cosa como el pasado. Que la historia es un cuento de criada para imbéciles o nostálgicos. Que el ser humano, mal que nos pese, nació anteayer al mediodía.
Ya ha matado a Dios, puesto a sus dioses, consumido a sus dioses, y se ha erigido a sí misma, a quien también ha condimentado con incienso y devorado sin hambre.
Ya ha creado y concluido sus plegarias.
Ya ha fabricado todos sus instrumentos al servicio de la hermosura.
Ya ha sofisticado todos los mecanismos de placer, y ya no es capaz ni de dormir.
Ya ha creído en la realidad, dudado de ella, y la ha negado más de tres veces, para poder destruirla sin problemas de conciencia.
Ya ha elaborado sus mitos, sus supersticiones, su magia negra, y los ha perseguido con feroces inquisiciones.
Ya ha dado un ser creado, un ser caído, un hombre redimido, un hombre reformado. Y finalmente, como síntesis perfecta, un ciudadano hecho y derecho. Que vota cada cuatro años, saluda en el ascensor, toma ideas prestadas y está al día con las definiciones al uso.
Ya han desfilado por la tierra Adán, San Pablo, Lutero y Sartre, todas las versiones posibles de un hombre.
Ya ha construido murallas, caminos y puentes. Como formas de buscar a otros y evitarlos.
Ya ha surcado los mares, hollado los cielos, despejado el espacio de divinidades incómodas. Ya ha barrido los dioses del olimpo.
Ya ha creado imperios, sometido razas, apuñalado pueblos.
Ya han conocido sus esplendores, y sus declives, las grandes civilizaciones. Ya son uñas, dientes y cenizas las tribus vencidas.
Ya se han puesto ladrillos en todas las vanidades: la torre de Babel, la biblioteca de Alejandría, el templo de Salomón. Y con el tiempo pasadas a cuchillo.
Ya ha quedado todo dicho en cuanto a proezas humanas y enseñanzas espirituales: han pasado Alejandro, César y Napoleón; han predicado Zoroastro, Jesús, Mahoma, Gandhi.
Ya no hay profetas en su tierra ni en ninguna. Cada pueblo se ha encargado de asesinar al suyo.
Ya hemos tardado siglos en levantar Roma. La hemos destruido en lo que canta un gallo.
Ya hemos pensado poco, hemos pensado mucho y hemos pensado de más.
Ya hemos pensado que no hay pensamiento, ya nos hemos negado como seres pensantes, ya no creemos en nada más allá de lo pensado, y ahora entregamos la razón a otros seres inertes que pensarán por nosotros.
Ya hemos ensalzado el instinto, sacralizado la razón, divinizado las emociones. Y ahora —seres partidos, fragmentos dispersos, espejos rotos— refutamos todas nuestras partes al mismo tiempo.
Ya hemos rehusado ser el guardián de nuestro hermano, y pedida y derrochada nuestra parte de herencia.
Ya hemos sido cañas pensantes, buenos salvajes y lobos hambrientos.
Ya hemos sido unidad de cuerpo y alma, luego cuerpo y alma, luego solo alma, luego solo cuerpo, y finalmente decidimos rechazar las definiciones para no agobiarnos.
Ya hemos sido castigados con el trabajo. Lo hemos resignificado y estamos a punto de llevarlo, en ofrenda, a las indignas máquinas.
Ya nos hemos enamorado de ideales, de seres más grandes que nosotros, de seres iguales a nosotros, de seres más bajos que nosotros, de nosotros mismos, de nuestras representaciones sobre nosotros.
Ya hemos amado, amado telúricamente, amado hasta reventar, y hemos vuelto al amor una fuerza contraria.
Ya hemos pasado por todas las fases ontológicas: hemos sido creaturas, hemos sido creadores y ahora conspiramos en masa contra el ser.
Ya hemos comido el fruto prohibido y lanceado a un dios que estaba muerto.
Ya hemos inventado el derecho y la ciencia, y, que me perdonen los positivistas, de poco nos han servido.
Ya hemos recitado nuestro credo tecnológico y diseñado nuestros propios tiranos.
Ya hemos fundado suficientes religiones. Fundado y desfondado.
Ya hemos pasado del mito al logos. Del logos al ethos. Del ethos al pathos. Del pathos a hybris. Y quién sabe cuántas malformaciones nos quedan.
Ya hemos pasado del ocio al negocio. Del negocio al odio. Del odio al tedio.
Ya hemos heredado la piedad, nos ha curado la carne y aliviado el instinto. Hasta que la extraviamos en alguna parte del camino.
Ya hemos sido niños asombrados, jóvenes orgullosos, adultos desconfiados, viejos adormecidos.
Ya hemos agradecido el fuego. Lo hemos usado afuera y lo hemos apagado adentro.
Ya hemos aprovechado el calor de los astros y lo hemos reemplazado con nuestros propios soles.
Ya hemos agradecido el agua, y le hemos dado todos los usos esperables. Nos hemos bautizado con ella, redimiendo nuestra frente.
Ya hemos agradecido la bendición de la lluvia en los campos y en las ventanas.
Ya hemos desconfiado del cuerpo, y lo hemos endiosado. Ha sido tumba, prisión y recinto sagrado.
Ya hemos partido al alma en tres, la hemos devuelto a su unidad y la hemos solidificado para poder someterla a un proceso de evaporación.
Ya hemos pregonado en las plazas que el alma es el más viejo invento del hombre. Ya hemos escuchado en los templos que es uno de los inventos más viejos de Dios.
Ya nos hemos perdido y tuvo que venir al rescate un carpintero desde muy lejos. Un poeta que recitaba cuentos para hacer dulce la pena. Cumplida su misión en la madera, dejó una promesa para hacer dulce la espera.
Ya hemos agotado todas nuestras reservas de bondad y de maldad. Todas nuestras posibilidades estéticas.
Ya hemos sido grandes, pequeños, miserables. Miserables a rabiar, miserables que damos pena.
Ya hemos suplicado bastante. A veces más, a veces menos, pero suplicado todo el tiempo. Suplicado algo, suplicado alguien (para colmo cuando alguien ya había venido).
Ya lo hemos dado todo, Señor.
Ya es hora de que nos adelantes el juicio universal. Es momento de que reconozcas que, después de todo, la humanidad ha cumplido su papel en este drama a veces gracioso, siempre patético, tal vez amable.
¿Y la persona? ¿El ser humano individual?
Todavía está a salvo. Según mis cálculos, aún puede que tenga alma.
Íntima, misteriosa y profundamente nuestra, es la última belleza que nos queda por dar, como un canto de cisne.
O devolver, más bien. Con mismo peso y medida, y acaso más.
A mí me enseñaron, no sé a ustedes, que hay que honrar las deudas.
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