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Alexandros I


Buenos Aires es, sin quererlo, la confederación que no pudo —o no supo— ser Argentina. Cada barrio es una polis, con reminiscencias de otras antiguas. Recoleta tuvo una época de plata en alguna medida similar a la de la Atenas de oro, la de Fidias y Sófocles. El esplendor de Palermo puede compararse al auge que en su momento tuvo Tebas. Parque Chas, en una asociación quizás más obvia, tiene algo de Creta.

Pero, más allá de las diferencias fisonómicas entre los barrios, hay una mercancía habitual que puede encontrarse lo mismo en Villa Crespo que en Flores, porque la tiene cualquier porteño de raza. Es el ingenio. Un tesoro que cada vez está enterrado más abajo. Pero está. Es cosa de escarbar, y de escarbar mucho. Con el tiempo, tratar de encontrar el alma porteña y sus atributos será cada vez más parecido a un ensayo de paleontología. 

Ahora todas las polis porteñas enfrentan un largo periodo de decadencia, primero porque han perdido la identidad propia, después porque han perdido la común, que fue lo que le pasó a la región helénica después de la guerra con los persas y antes de la llegada de Filipo de Macedonia. Ese interludio de paz le ha bastado para diluir su identidad, construida a fuerza de contemplar las discusiones y discutir lo contemplado. El enemigo común facilitó la comunidad, pero al irse derrotado se llevó la siembra, dejando solo pastos muertos y cáscaras de unión. 

Si los griegos hubieran sido ocupados por los persas, posiblemente su esencia habría cobrado mayor vigor bajo las formas del rencor y la nostalgia que germinan habitualmente ante la dominación foránea. Filipo vino a recoger los desechos de, o mejor dicho, los deshechos por la victoria. Alejandro, por suerte, los conservó a temperatura ambiente para después incendiar el oriente con ellos. En cierto sentido, el ejército macedonio era un cortejo fúnebre que exportó el cadáver griego al mundo desconocido, y de esa forma lo revivió. Los viajes pueden ser instancias de resurrección. Todos los caminos esconden fuentes bautismales. 

El espíritu helénico estaba destinado a ser más amplio de lo que los helenos suponían, y quien condujo a Grecia de la mano a su destino fue un extranjero, Alejandro.

Alguno podría decir que el alma griega no se define por la preparación para la guerra, sino por la meditación en el sosiego. Que filosofa por principio y agarra las armas cuando su razón no puede seguir jugando porque alguien toca a la puerta. 

Otro podría decir que el alma griega son las dos cosas a la vez: Esparta y Atenas, la falange y la academia. 

Supongo que todos tienen razón.

Hubo un tiempo, mucho más cercano a nuestros días, en que Buenos Aires agarró las armas y las letras. Y, a veces, las letras como armas. Tal es el argumento que demuestra, sin mayores complicaciones, la preeminencia de las letras sobre las armas (¡salud, viejo Cervantes!): estas últimas pueden ser usadas solamente como armas, mientras que las primeras puede ser usadas como las dos cosas. La prevalencia viene dada por la ambivalencia. 

Otra razón es que las armas chocan más por las letras que las letras por las armas. La guerra de Troya, por ejemplo, es la tragedia y la gloria del hecho literario: dos ciudades enteras batiéndose a muerte por un nombre amurallado y traído de más allá del mar. 

La última razón es que la guerra sin poetas resulta un hecho histórico desnudo. La poesía es el vestido de la historia, el regalo del arte a la ciencia. 

Buenos Aires fue mezcla de sable y guitarra, como José Hernández. 

Ahora es mezcla y nada más. Mezcla sin estilo. Barrios sin sabor. 

Solo se me ocurre un lugar que se mantiene a salvo de la desfiguración: Colegiales. El punto en el que la ciudad respira, en donde las unidades de tiempo son diferentes a las demás. (El abuelo de un amigo, que vivía en la calle Maure, tenía un reloj en el que cada minuto equivalía a 100 segundos). 

Es donde estoy ahora escribiendo estas reflexiones, sentado en el café The Inklings de la calle Conde, en la mesa que está más cerca de la ventana. La voz de Norah Jones trepa por un parlante diminuto, a un volumen que permite oír el canto de los pájaros que viene desde afuera. Solo los cafés de Colegiales buscan la eufonía al equilibrar el canto del hombre y el trinar del ave.

Cada tanto pasa un auto.

Tomo café. Pongo el celular en modo avión. Miro las hojas de los árboles desprenderse y alfombrar la vereda. Un rayo de sol da justo en mi cuaderno. El calor me entra por la vista. 

Llega M. y se sienta mientras mira el celular, pide un cortado y me saluda, todo al mismo tiempo.

—Nunca trabajando vos —me dice, mientras sigue mirando el celular. 

—Nunca quieto vos —respondo.

—El mal no descansa —dice. 

—El bien sí descansa. Y contempla. El ocio es algo divino. 

—¿Por qué? —pregunta sin mucho interés. 

—Porque que fue instituido desde el origen de los tiempos, poco después de la creación del hombre. El creador juzgó bueno lo hecho en los primeros seis días. Pero el séptimo fue el único que santificó. Es decir, los primeros seis días tienen valor por mérito de lo creado. El último tiene valor intrínseco. 

—El mal es activo, luego el bien no puede ser pasivo —replica M, con ganas de debatir a media asta. 

—El mal es hiperactivo. No tiene el reposo del que reposa en el bien, del que camina en la verdad, del que se solaza en la belleza. Ni puede tenerlo. 

Tendría que haberle dicho esto que se me ocurrió horas después, al transcribir el diálogo: 

El hombre moderno también es hiperactivo. Tiene los sentidos saturados y la mente consumiéndose al disco. El alma es incapaz de asomarse por exceso de movimiento aguas arriba. En cambio, el extático, o el estático, que es el que atraído por la belleza descubre alguna verdad con intención de un bien, tiene los sentidos quietos y el alma en danza.

¿Por qué siempre las buenas razones asoman cuando ya no las necesitamos?

—Tengo que volar a la oficina, me están pidiendo un informe de auditores urgente —dice M.

—Las cosas solo anuncian su verdad al viajero que se detiene —le digo mientras me da la mano despidiéndose.

Anoto en mi cuaderno que debo recomendar a M. el ensayo El aroma del tiempo, de Byung-Chul Han. Anoto también El ocio y la vida intelectual, de Pieper. Tengo a los dos en casa, pero al de Pieper no lo pienso prestar. Prácticamente no se consigue. Ningún libro de Pieper debería prestarse. Sería privar a alguien de la alegría de encontrarlo en alguna librería de mala muerte, de hacerlo propio, de dialogar con el autor de tú a tú sin molestos intermediarios, sin páginas subrayadas con birome por manos prostibularias.

Esa es mi catequesis doméstica: los libros buenos no se prestan. No son taladros. Es peor un buen libro en malas manos que un mal libro en buenas manos. Las buenas manos saben qué hacer con un mal libro. Las malas manos no saben qué hacer con uno bueno. 

Me pido otro café. Norah Jones y los pájaros persisten en su canto suave. Las hojas no detienen su caída, pero tampoco la apresuran. Parecen seguir un ritmo regular, prefijado. 

El otoño se toma su tiempo. Colegiales también.

Miro la hora. Saco el modo avión del celular. Me llegan como cincuenta mensajes, muchos de ellos son pedidos con la palabra "urgente" en negrita. 

—Todo es urgente hoy. La modernidad es un cadáver ansioso.

Escribo en el cuaderno, letra por letra, con los trazos bien marcados, que la lentitud es un concepto infravalorado.

Vuelvo a poner el celular en modo avión. 

Pido al mozo que ponga un aria de Händel llamada Jerjes. Mientras, voy sacando de mi mochila La Restauración de la cultura cristiana, de John Senior, y una colección de poemas de T.S. Eliot. Dos hijos rebeldes de la cultura anglosajona. 

Escucho, lejano, el sonido del afilador, y así, despacio, voy desvistiéndome de mis sentidos, y con sus despojos como paracaídas, aterrizo en un mundo más sólido que el nuestro. 


Domingos de otoño por las callecitas de Colegiales - Historias en verde












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