Hace tiempo que no me visita ninguna musa.
Desconozco el por qué. Supongo que debe haber alguno. A partir de aquí, el lector queda avisado, ingreso en el terreno de la especulación.
En Pamplona las musas me acosaban, en Dublín directamente no me dejaban dormir.
Buenos Aires es un monstruo gentil, me dijo un chofer de Cabify que huyó de Venezuela y juró -besando el dedo que figuraba una cruz- que no volvería. Su tierra lo echó con el gesto de brazos en paralelo, típico del que empuja, y otra tierra lo recibió con los brazos en paralelo un poco más abiertos, típicos del que abraza.
Buenos Aires solía ser un campo fértil para la imaginación y la cultura. Era una meca para el artista. Aquí estuvieron Saint Exupéry y Ortega y Gasset (tiene un ensayo para los jóvenes argentinos que es magistral). A Neruda y Frida Kahlo prefiero no nombrarlos, no los tengo en gran estima. Y pese a que me lo intentaron explicar, todavía no comprendo la estima que otros les tienen, suponiendo que fuera auténtica (cosa que dudo en voz alta). Pero debo ser yo, que soy un inconformista de pura cepa, un renegado de padre y señor nuestro, que fui criado con una desconfianza feroz a la modernidad y una nostalgia de tintes adánicos. No me he curado de ninguno de esos atributos. Al contrario: los he alimentado a base de lecturas intemporales y defensivas; los he peinado con la bilis amarga de mi soledad inquieta. Con raya al costado.
Vuelvo al punto. Estaba en Buenos Aires (siempre he estado en Buenos Aires, clama un verso de Borges). La ciudad sigue siendo campo fértil para el ganado y el cultivo. Y también para la especulación y el mal gusto. Es un puerto fenicio para el oportunista. Quizás siempre lo fue. Ya no le puedo preguntar a mi abuelo, por razones de fuerza mayor o de mayor sin fuerzas. Le voy a preguntar a mi viejo, aunque puedo intuir la respuesta: el pasado es mejor, hay que pegar la vuelta: ¿hacia la época de Alejandro, la de Cicerón o la de Isabel de Castilla? ¿Qué relación tenían ellos con el devenir? ¿El pasado los torturaba como a nosotros? Cuando digo nosotros, me refiero a aquellos que todavía buscamos respuestas en la corriente del tiempo y en el hombre que lo cruza a nado y muere en un recodo del viaje.
C.S. Lewis le daría la razón a mi viejo: el progreso implica a veces retroceder hasta el punto donde el sendero se torció.
¿En qué punto nos fracturamos el tobillo y seguimos caminando?
Buenos Aires es un monstruo gentil. Y rengo. De tan al sur, de tan austral, perdió el norte. De tan al oeste, de tan occidental, extravió la estrella de oriente que persiguieron tres caldeos. Para adicionar males, tiene un río que es un mar. Fue contradictoria desde su génesis. Argentina en sí es contradictoria: es hielo, pampa y desierto. Esos accidentes físicos (al igual que ocurre en las personas), acumulados, opuestos, nos generó problemas de identidad. Caseros también.
El puerto atrajo a hombres de todas las latitudes. Un crisol de razas, dicen. Babel a su manera también lo fue.
De todos modos, en el siglo XX las diferencias entre los pueblos realmente existían y el comercio inmaterial de costumbres era enriquecedor para los recién llegados y los llegados desde antes (el no llegado es una imposibilidad del lenguaje como metafísica). La red digital ha ido aniquilando las distinciones. Jeff Bezos redimió a la humanidad pre-babélica y posiblemente a la humanidad pre-diluviana. ¿Alguien está armando el barco o esta vez nos ahogamos todos, hombres y animales?
Hablando de ahogarse, Dublín es un velo de niebla, con poder para ahogarte en la depresión o ungirte en el misterio. Los verbos no son azarosos. El que es ungido, necesita de alguien que lo unja. El que se ahoga, en principio, solo se necesita a sí mismo. Allá hay un ungiente, acá no hay un ahogante.
Pero estoy divagando.
El subte D me obliga a eso, a abstraerme de la realidad circundante, de la música privada que el volumen excesivo convierte en una realidad foral; de las conversaciones horizontales entre compañeros de trabajo que no pudieron evitar el artificial encuentro; de la puesta en práctica particular del concepto de aprovechamiento del espacio; de la desesperación porteña por conquistar el cemento, el alimento y algo más.
Me bajo en tribunales, al ritmo de fighting my way back, de Thin Lizzy.
El microcentro es una abominación estética con capacidad real de lastimar a los espíritus sensibles. Estoy transpirado y de mal humor. Me aguarda otro día de trabajo en el estudio jurídico. Otro día no gravitacional. Otro día sin espasmos metafísicos.
Soy abogado, y eso, más que una declaración de principios, es una confesión de derrota.
Trabajo como abogado, mejor dicho. Lo que es ser, soy otra cosa: descendiente de polacos por las dos ramas, hijo de padres dedicados a la educación y la promoción de la cultura. Vivo regido, más bien presionado por dos fuerzas mayores: el anhelo de recuperar las cosas que dejamos en el paraíso y la nostalgia por las cosas que perdimos en el camino, entre ellas la brújula y la partida de nacimiento.
Prefiero las cosas pequeñas y poco concurridas, como una partida de ajedrez, o cualquier evento en el que haya una parálisis del tiempo y una contracción del espacio. Una especie de indiferencia metafísica hacia esas dos dimensiones, que es la posición metafísica por antonomasia.
Los días de lluvia sacan mi mejor versión, como si hubiese sido hecho de agua y nubes y alguna que otra descarga eléctrica.
Me conmueve la belleza sutil.
Lo multitudinario, lo grande, me parece una grosera invasión de los sentidos. La naturaleza es una excepción a este principio, aunque en cierta medida también forma parte de él: ante las montañas somos un animalejo diminuto y ridículo. Para el mar somos algo menos que un pez indeciso.
Tanto el mar, la montaña y el cielo tienen una acusada reverencia por el espacio. Nos mantienen a distancia. Proponen al ser humano una relación sobria, un intercambio propio de personas que se estiman sin intimar. Un vínculo al que podríamos llamar vecinal, no en el sentido actual, sino en el sentido original de aldea, donde el concepto tenía razón de ser. (Las ciudades modernas dinamitaron la noción: el vecino es una fórmula abstracta como negativa: se trata de alguien a quien no debo molestar, no alguien con quien puedo relacionarme e integrar una comunidad. El vecino es un animal mitológico que solo aparece en mi radar existencial una vez que pongo música o invito amigos. Es un ser incorpóreo que cada tanto impone límites desde afuera).
Vuelvo a la idea anterior. Mientras más espacio ocupa un elemento, más lo sublima. Mientras más grande la creatura, más resiste las intromisiones. El suelo es menos virgen que el mar, que a la vez es menos puro que el cielo.
Estoy a punto de llegar a la oficina. En esta parte de la ciudad, el cielo cierra de lunes a viernes. Abre un rato los domingos por la tarde.
Ninguna musa a la vista.
Como me olvidé de meter el libro en la mochila (una colección de poemas de Francisco Luis Bernárdez), en el camino al trabajo hice un paseo por Dublín y por la Buenos Aires dorada, mezclado con catas de filosofía.
Es la coraza que siempre me pongo antes de entrar a este infierno incoloro.
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