Abro los ojos lentamente, mi vista se acomoda a la falta de luz de la habitación de sillones marrones de mal gusto pero cómodos.
"Y?" Pregunta mi interlocutor. "Potente", finaliza.
Me río, lo misterioso de mi propia mente me divierte. El poder de los símbolos me imanta, la comprensión indecible que se ve estampada en imágenes interiores. Cada vez que me siento en estos asientos de los 90 me veo imbuída en la contemplación de una película de estreno que ya he visto, quizás el re-make de un clásico podría asemejarse.

Vuelvo al ensueño. Recuerdo la catarata. Sus aguas caían con una vehemencia infernal, ansiosas de derramarse; su alto, ancho y grosor era sobrecogedor. Me detengo en la imagen. El agua empuja con fuerza, el cristalino brilla, siento el frescor en la cara.
Bajo la mirada y veo un prado tranquilo, de un dorado pausado. La imagen calma es sedante, acogedora. Miro con mayor detenimiento: el prado es dorado porque refleja el brillo del sol en el agua que reposa, al igual que lo hace el agua de riego que inunda un jardín. El tedio se me hace evidente: esto podría llegar a ser un pantano.
Mis retinas buscan nuevamente la catarata, siento su violencia, me atrae. La imagen me desconcierta e inquieta: no tiene sentido. El agua se derrama y es neutralizada, su corriente se ahoga y fluye en hilos dentro de un escenario apacible, de perturbadora paz, cómodo, chato... opresivo.
Una voz me guía hacia el interior del gigante. Bordeo el cristal, mis converse negras trepan hasta un túnel. Camino tranquila, el espacio es lo suficientemente amplio como para que me mueva con soltura. Me recibe un círculo de piedra, un halo de luz que entra por su cúpula atrae mi atención hacia el pedestal que se erige en el centro. "Ves algo muy preciado", me susurra mi guía.
El encuadernado de cuero marrón claro, familiar, se me presenta. Sus finas hojas se niegan a mostrar su contenido. Cierro los ojos. Al abrirlos, un solo mensaje ocupa su geografía: "Capítulo 2: Las bodas de Caná". Sonrío, aunque me aqueja la piel.
Miro a la catarata, nuevamente a sus pies. Esto no tiene sentido, repito, ahora enojada.
De repente, la tierra se abre, las entrañas del prado se dividen, los animales se alteran. Miro nuevamente el flujo de agua y escucho estática -del miedo y la emoción- el choque contra las primeras piedras. Veo cómo un río se abre paso, salvaje. Lo contemplo asustada y acongojada, una lágrima de felicidad recorre mi piel.
La Palabra y las Bodas.
Abro los ojos.
"Una catarata no está hecha para derramarse en un prado", concluyo.
Mi guía asiente y celebra, con fe tranquila, la liberación de mi aún esquiva pero latente vocación.

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