La vida es intensa pero no densa, en el sentido de que el andar, el trayecto, no tiene consistencia ni deja huella. Algo así dice Byung-Chul Han en su ensayo El Aroma del Tiempo. La obra tiene cosas de Pieper y de Heidegger, de quien aquel se reconoce discípulo.
Voy a darle algunas vueltas a esa tesis, o mejor dicho conjugarla con otras.
Nos hemos convertido en seres de rectas puras, renunciando al andar curvo que según Marechal es característico del hombre (o debiera serlo), y que por definición admite desvíos. No hay reposo porque el camino no ofrece posadas. O las hay pero por alguna razón no las vemos. No hay tiempo para demorarse.
Cuando leí las sensaciones que experimentó el protagonista de The Lord of the World, de Benson, al viajar de la agitada Londres a la serena Roma, no pude evitar sentir cierta envidia.
Mientras pasea por las calles de la Ciudad Eterna, observa "los cauces serenos de la antigüedad".
Digo envidia pero, pensándolo bien, puede ser nostalgia. En mi ser más íntimo anida un anhelo del Motor Inmóvil. De lo pétreo, lo quieto y lo permanente.
Intercambio mandobles a diario con la fugacidad, especialmente con su brazo armado: la velocidad. Porque mi alma se resiste a arrojarse sin más a la corriente de Heráclito. Algo le dice que la lentitud es un valor que se ha perdido y que vale la pena recuperar. De a poco, porque la ansiedad por reconquistarlo podría ser contradictorio.
Cristo se tomó su tiempo para nacer (millones de años, según la geología), para prepararse para la vida pública (30 años), predicar (3 años), morir y resucitar (3 horas y 3 días, respectivamente). Roma no se hizo en un día. Cristo no hizo nada en un día tampoco, o nada que se agotara en ese lapso. Incluso el beber vino con amigos es un acto que se sigue cumpliendo. La mesa sigue igual, el banquete apenas ha cambiado. La disposición de los comensales tal vez sea lo único que sufrió modificaciones de cierto fuste. Aunque creo que en el fondo son accidentales. Todos somos a la vez todos los apóstoles.
Nos movemos como si fuéramos bastardos de una divinidad apurada. No caminamos, no contemplamos y rechazamos la tradición, que es la unión de los caminos y la comunión de la brújula.
Cristo no demora su regreso, escribió mi viejo en la primera página del libro de Benson.
Tampoco lo apura. Dios no consiente ser tentado con precipicios, que es lo mismo a decir que no es precipitado.
Para los griegos, el tiempo es el padre de los dioses. Para los cristianos, Dios es el padre del tiempo.
Nosotros hemos perdido relación con todas las criaturas, incluida el tiempo. Así como evaporamos el espacio, tensamos nuestra relación con el devenir desde el momento en que olvidamos que venimos-de. Venimos y punto. El principio y el fin son resabios incómodos de una filosofía pasada de moda. La modernidad ha suprimido las preguntas y las preposiciones: con, hacia, bajo. No hay nada por encima ni por debajo del hombre, como no sean sus propias invenciones. No hay verticales ni horizontales. Decir que solo hay horizontales tiene sentido siempre que se parta de la premisa de la existencia de la verticalidad. Ahora esa premisa no existe. Luego no hay siquiera horizontalidad.
No conservamos ni la mitad de la Cruz.
Y así andamos, con una discronía que revienta cualquier termómetro, y sin soportes metafísicos.
Hace siglos, el paso del tiempo se medía con arena o con agua, elementos que reflejan un punto medio entre lo tangible y lo intangible. Activan el tacto sin colmarlo. Se tocan pero no se pueden agarrar. Ahora es una criatura, no escurridiza como la arena, sino retirada como una estrella, con la que nos hemos enemistado.
Hemos ofendido al tiempo.
Es cierto, desde un punto de vista teológico (y acá ya empiezo a tropezar), que no estamos llamados a ser amigos: el hombre no fue hecho para la caducidad. Pero tampoco fue hecho para ser su antagonista.
La misión del hombre de administrar y cuidar la creación aplica por extensión al tiempo.
Este era arena, y el hombre podía recostarse en él como en la playa. Hoy no sabemos dónde está, ni sabemos dónde acostarnos. Es un hermano perdido, al que San Francisco no ha cantado, y que nosotros no queremos que vuelva para reclamar su parte de herencia.
Los antiguos enseñan que es la medida del movimiento.
Hoy, el movimiento no tiene medida. Se han vencido las represas. Se ha extraviado el compás del penar del hombre. El tiempo, rebajado en sus funciones, se consideró despedido. La indemnización que reclama es monstruosa. Él mismo es un monstruo, una criatura deformada, un titán enrejado.
Nos quiere devorar como Neptuno a su hijo. Más precisamente, cometer un fratricidio. Nosotros hemos sido fratricidas primero. Y parricidas antes de eso: al dinamitar las dimensiones de espacio y tiempo con la red digital, hemos construido -o está en vías de construcción- una torre de Babel diferente, insólida, comunicándonos a través de un lenguaje fenicio, prácticamente numeral e indudablemente primitivo.
Queremos ser como dioses, paradojalmente antes de tiempo, antes de su Venida.
Encerrado Cronos, dominada la naturaleza y asesinado Dios, nos acercamos al punto más peligroso de nuestro peregrinar en la tierra: beber de nuestra propia imagen. Ya sabemos cómo termina el mito de Narciso. Ahogado en su propio reflejo.
El consuelo es que tenemos Netflix, Pedidos Ya, Instagram y una expectativa de vida superior a la de los antiguos. Cuando alguien me dice que este es el mejor de los tiempos (así empieza una novela de Dickens), el argumento que utiliza para defender su postura es generalmente de tipo cuantitativo: tenemos más vida, más comodidad, más bienes, más posibilidades. Lo que supone decir que los fines del hombre son alargar su vida, ladear el sacrificio, alejarse del dolor, tragar todo lo que se pueda, decidir en todo momento.
Se olvida con esto que el hombre viene al mundo por un acto de dolor. Que su vida va a seguir siendo un relámpago en la noche eterna (como diría Dolina) por mucho que quiera retener la luz. Que al final del día sus entrañas son servidas en un recipiente de madera para ser deglutidas por la tierra, que no suele bendecir la mesa antes de comer. Que la libertad fue hecha para el bien, y no al revés. Que el hombre no decide nacer ni morir, al menos históricamente.
En este sentido, puede que sea injusta la comparación que hacemos con el pasado. Habría que preguntarse en qué época el hombre convivió en armonía con el acontecer. Cuán profundo era su cauce ayer. Cuán pesada es su huella hoy.
Puede que el hombre, así y todo, sea feliz, pero cabe preguntarse entonces qué clase de hombre será feliz. Creo que esto decía Marechal en Adán Buenosayres. Ciertamente lo planteaba Benson.
Somos hijos de la versión alternativa de la historia de Aquiles: elegimos una vida larga en vez de heroica. Nos quedamos con el peor adjetivo.
Somos destructores de leyendas y devoradores de mitos.
–¿Adónde se fue el tiempo? –le pregunto a un amigo cuyo pensamiento retrasa el olvido gracias a las virtudes del libro–. La vida pasa cada vez más rápido, se acelera en cada tramo.
–A una región ya ignota, a la que solo pueden llegar aquellos que, como el Quijote, desoyen el clamor del mundo y se vencen a sí mismos. Se llama Silencio. Ahí el tiempo se manifiesta para negarse a sí mismo, afirmando seres ónticamente superiores a él.
–Es un viaje crístico –agrega.
Y señala por último que el buen camino nunca es autorreferencial, remite siempre a un espacio distinto de sí mismo y cualitativamente mejor. Y que el camino ideal es aquel que lleva a una encrucijada real, que a su vez dirige a otra más amplia y auténtica, como los planos superpuestos de Narnia, donde el tiempo se contrae y se expande regularmente, siguiendo una melodía. El tiempo es la partitura de Dios. Y nosotros debemos reconstruir las notas para acceder a la sinfonía definitiva.
Enseguida se pone a cantar, con un tono de voz antiguo y casi elegíaco:
Now far ahead the Road has gone,
And I must follow, if I can,
Pursuing it with eager feet,
Until it joins some larger way
Where many paths and errands meet.
And whither then? I cannot say.
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