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Semblanza de Eliseo

Probablemente abunden reseñas de la serie El Encargado. Pero la idea de llegar después no me desalienta, pues como dice Borges no existe tal cosa como un Adán literario.

Además, nadie llega antes, máxima que proclaman acontecimientos definitivos como el nacimiento y la muerte. 

Si sigo divagando, corro el riesgo de quedarme sin objeto y sin lector. Vuelvo al punto aclarando que aún no he empezado la tercera temporada. Nihil obstat.

El Encargado pone en el centro del escenario a una clase que hasta ahora se mantenía al margen de la sátira: los llamados "new rich", a cuya esencia nos introduce la fachada del edificio que custodia -o depreda- Eliseo, el encargado. Las columnas en forma de V anuncian la entrada a un submundo de cualidades dantescas, en el sentido infernal de la palabra. 

El moderno zigurat se encuentra parcelado en una serie de cajas ostentosas, en su mayoría habitadas por seres ambiciosos. En el arte de los departamentos predomina el motivo abstracto y el abuso de objetos que fracturan la armonía (como el plasma de 100 pulgadas que el diputado o no me acuerdo quién trae de Miami). La cultura de la clase ironizada por la serie consiste en un repudio de lo clásico, un rechazo inconsciente de lo que apenas se intuye. Y ante la duda, la preferencia del culto a lo grotesco. 

La obra retrata una clase social de contornos morales líquidos, sin otros elementos de definición que las conquistas materiales, las proezas profesionales, los viajes al exterior (de lo que hacen gala varios propietarios ante Eliseo) y la moda.  

Es una sociedad que sacraliza lo snob o vanguardista. En este sentido, la danza de nombres como Kiara, Lala y Kiwi (el gato) no es azarosa.

Los principales habitantes de los círculos de la porteña comedia son un abogado penalista sin escrúpulos (estereotipo clásico pero con ribetes interesantes), una arquitecta ambiciosa e infiel, un diputado siempre prendido al teléfono y pronto al insulto, un sindicalista estrafalario y prepotente, una artista histriónica y algo depravada, un matrimonio católico insulso, un administrador corrupto y acomodaticio y, en la segunda temporada, una influencer que pontifica sobre la conciencia social y exhorta a la comunidad a donar sachets de leche vacíos a través de videos filmados en un semipiso en Belgrano R o Recoleta. Voilá.

Qué decir de la pareja joven con aires progresistas, que en pos de cuestionar las “buenas costumbres” victorianas, quita la capa de invisibilidad de la servidumbre, haciendo entrar a “Magui” por la puerta principal del edificio, pero lo más lejos posible de la de AFIP. Aunque podría parecer que hacen de la comedia shakespeariana “Mucho ruido y pocas nueces” su mantra, no debemos juzgarlos -ellos no lo harían con nosotros-; después de todo, su consumo es orgánico y evitar el Coto de la vuelta para llegar al local donde venden pan de masa madre conlleva su esfuerzo, ¿cómo nuestra querida Magui no va a querer llevar todas las bolsas? Difìcil sería juzgar a Eliseo, quien con más genuina conciencia social le da la idea de hacer un juicio laboral.

Justo cuando uno está por compadecerse de la situación de “Nachito”, el adolescente de cuarenta años al que su mujer engañó con su socio y mejor amigo, aquel comenta su afición al sexo tántrico, momento en que, sumado a la imagen de su gorra, y la vuelta a la “casa de mamá” pos divorcio, cualquiera pierde el atisbo de misericordia para decirle: “andá a laburar”.  Nachito parece simbolizar el divorcio entre el dolor y la solemnidad.

Nada que no veamos a diario.

La serie patea la puerta desde los primeros capítulos y envía misiles a la línea de flotación de lo que hace un tiempo se consideraba disruptivo, y que ahora, por abuso y repetición, empieza a aburrir y a quedarse obsoleto. Por ejemplo, se muestra a la arquitecta rompiendo el pacto de sororidad y viéndose con otra a espaldas de su novia, en una demostración de poca responsabilidad afectiva. 

Las preocupaciones que aquejan a los vecinos del edificio son eminentemente materiales y su falta de educación lleva a la incomodidad del espectador (memorable escena la de Zambrano intentando averiguar cuánto había ahorrado Eliseo para después tirar al pasar su evidente mayor capacidad de ahorro). No hay una gota de espiritualidad. 

La crítica de clase abarca el de todos los grupos etarios que la componen: 

  1. Los adolescentes, cuyas inquietudes existenciales se reducen a esforzadas investigaciones y ensayos clínicos en materia de drogas y sexualidad, como es el caso de Kiara y el pibe que abandona las fiestas de su departamento para irse a Estados Unidos a cultivar marihuana. El camino del héroe. Una metanoia digna de un poema épico.

  2. Los niños, que carecen de inocencia. No juegan. No preguntan. No sienten curiosidad. No viven como niños porque los adultos que los trajeron al mundo viven como si no fueran padres. La serie no muestra abuelos, tal vez porque esta institución milenaria haya pasado de moda. La única tradición que parece haber conservado el edificio, además de la figura del encargado, son las reuniones de consorcio, la democracia probablemente más banal que existe.

El conflicto inaugural aparece cuando se proyecta la construcción de una pileta en la terraza, lo que implica la desvinculación de Eliseo tras 30 años de servicio y la destrucción de su casa, proyecto liderado por Zambrano, el abogado penalista, y que trazará una línea de cal que agrupará a dos bandos, unos a favor de un emprendimiento, otros a favor de una persona, Eliseo. Este llevará adelante un trabajo de inteligencia y de delicada ingeniería -casi tan complejo como el de la construcción de la pileta- para evitar que el plan se materialice. 

Uno de los puntos más logrados de la trama es el contraste entre las inmoralidades de Eliseo y las iniquidades del resto de los vecinos, que, por una extraña combinación de factores, hace emerger un sentimiento de simpatía hacia el antihéroe de la novela. Se disfrazan los defectos del árbol en las anomalías del bosque. El choque de fuerzas del individuo contra la sociedad malsana (¡salud, viejo Rousseau!) produce un golpe de efecto que invita a la empatía. Para pulsear con el entorno, el encargado debe echar mano de recursos heterodoxos, como la actuación, que practica haciendo poses ante el espejo del ascensor; la catarsis, expresada en el envío de mensajes de voz a sí mismo, en las confesiones luego desmentidas y en las sesiones de terapia con el holograma de Barassi; y la construcción de una narrativa personal, en la que su esposa Clarita muere muchas veces y de las formas más variadas. Esto último bien podría tratarse de un intento de abrir un resquicio para la ternura y la compasión, bienes que escasean en el lugar (o simplemente otra manera de reírse en su solitaria existencia). O quizás se intente expresar que en el fondo la verdad no importa, siempre y cuando la historia esté bien contada.

La sociedad es un juego de apariencias y de auto-relatos construidos para otros, que se venden, como todo, en el mercado.

Para prevalecer frente a una realidad hostil, que no vacila en tratarlo como extranjero, Eliseo debe inmunizarse con grandes dosis de cinismo. Con la particularidad de que enfrenta a los poderosos pero evita reñir con los humildes, a quienes no duda en ayudar, como es el caso de Miguel y el ciruja dueño del perro Lepera (tal vez un homenaje, bastante extraño, a la sombra virtuosa de Gardel). También lo vemos recuperar algunos desechos de los inquilinos para compartirlos con la familia de cartoneros que lo espera a la salida del edificio. ¿Ejemplo de economía circular?

Mención aparte merece Beba, quien parece habitar un universo paralelo y mantenerse al margen de los cánones morales y culturales del resto del ecosistema. Se mantiene pura en un entorno corrosivo. Eliseo es quien, de alguna manera, se ensucia las manos para que Beba conserve limpios los pies. 

Ella es la única de todos los protagonistas que se rehúsa a hablar de plata -lo considera de mala educación-, apegada a códigos de otros tiempos y a otra percepción de la decencia. Es un pórtico a lo mejor del pasado, a diferencia de los demás, que son un portal a lo peor del futuro. 

Dije antes que no hay inocencia en los niños del edificio (se muestra el efecto deshumanizante y des-infantilizante de la tecnología). El único niño inocente es en realidad un adulto, Miguel, quien todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta. Peregrina por un mundo opresivo con los pies ligeros y el alma libre de polvo. Por ahora. 

Miguel y Eliseo son una representación invertida de Sancho Panza y Don Quijote, el crédulo y el desconfiado; el loco caballero que persigue ideales y el labrador cuerdo que está hasta el cuello de la realidad. 

Por su parte, Eliseo y el encargado del edificio de al lado encarnan otra dupla clásica, esta vez de origen anglosajón: Sherlock y Watson. En sus ratos de ocio filosófico y en plena calle porteña, ensayan el método deductivo. Construyen perfiles e historias a partir de la ropa o la forma de caminar de una persona. Una pared siempre los separa, metáfora de la soledad irreductible en la que se mueven los encargados. 

Habría que escribir otro artículo para analizar el velorio de Beba, que se lleva a cabo en el palier del edificio. Allí Eliseo emite un discurso que intenta ser poético pero termina siendo patético. Luego, aparece un ex amante de Beba para ensayar una elegía soez, ante la mirada divertida de algunos y la mirada gélida de la mayoría. 

La escena parodia una sociedad que ha dejado de ser ritual, y cuyas únicas posturas frente a la muerte pasan por la indiferencia o la burla, y en definitiva, la irreverencia. En el fondo, acecha la consciencia de que no hay nada suficientemente elevado que imponga una inclinación respetuosa. Ni hablar de genuflexiones, un fenómeno que no es vituperado sencillamente porque ha caído en desuso. 

En Adán Buenosayres, de Marechal, hay un pasaje en el que la gente se saca el sombrero al ver pasar un carro fúnebre. Un alma ha pasado por ese cuerpo, reflexiona el protagonista. 

Hoy, no hay sombreros ni carrozas que rindan culto al penúltimo viaje. La muerte no es litúrgica, sino procedimental. Se envasa, se despacha y se transporta de manera eficiente al punto de destino, donde aguardan personas sin fe, una oración apurada del cura, miradas indiferentes, conversaciones mundanas, indumentaria ostensiblemente desproporcionada a la tragedia. 

La modernidad es un proscenio deliberadamente feo que causa dolores esofágicos a los que tienen las córneas ligeramente desempañadas y los labios colmados de aljibes. Homero, Shakespeare, Cervantes, Dante fueron algunos de los artífices de este instinto de belleza traicionada.

El alma ya no merece pleitesía. 

Pleitos y cuerpos. De eso tenemos bastante.

Otros tópicos habituales de nuestra degeneración de plata están presentes en la novela: el arreglo de sobreprecios con proveedores, la viveza criolla de patas cortas, la fiel complicidad de los que se ven sumergidos en el mismo problema. Por otro lado, es llamativa la ausencia de un tópico característico y decididamente nuestro: ¿dónde está el mate? Un edificio entero que calienta agua para el café pero nunca para el mate parece sugerir sutilmente el imperio de la individualidad y la decadencia de costumbres.

En ese microcosmos -o microcaos- conviven lo humilde y lo soberbio, lo bajo y lo sublime, el mañana y el ayer. Sobre todas esas dualidades asoma la presencia de lo ordinario, lo prosaico, lo inane y lo falaz.

Buenos Aires se está muriendo de vulgaridad, afirma Marechal. 

Es un poco de ceniza y de gloria, yo le respondería junto a Borges. 


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Comentarios

  1. Muy bueno!!! Después de haber visto la primera temporada, leer tu relato me hizo pasear por todas las etapas del relato. Casi diría que lo que mencionas, me hizo recordar los sentimientos que tuve al verla. Felicitaciones!

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