El mundo dispara al que vuela. Su horror a lo aéreo está expresado en la ley de gravedad: los pies deben ir embarrados, siempre.
Saint Exupéry fue testigo de esa verdad en carne propia. Los alemanes le dispararon, allá en Arrás, a modo de bienvenida y despedida al mismo tiempo.
Él, mientras esquivaba los proyectiles nazis, enviaba los propios. Solo que estos presentaban una configuración distinta.
Eran versos. Hieren de otra manera.
De un lado, en sentido ascendente, el deseo de esparcir la muerte. Del otro, en sentido contrario, la evocación de la niñez, el azul del cielo y las ciruelas.
(Cómo olvidar el último verso de Machado en Colliure: "ese cielo azul y este sol de la infancia").
Los alemanes no estaban preparados para el intercambio.
En ese sentido, Exupéry fue un reformador más grande que Calvino y un transformador inferior a Cristo.
Al igual que Jesús cambió el agua en vino, el piloto francés cambió las balas por ciruelas.
Supo erigir una catedral en pleno vuelo de reconocimiento sobre tierra ocupada.
Hizo llover poesía en campo enemigo.
La tierra siempre es del adversario. Lo recuerdan Newman y San Agustín, entre otros que olvidé.
Será cuestión de subir cada tanto y traer algo de arriba. Habrá que pregonar la vuelta a la mirada vertical, aunque sea para que las estrellas tengan sentido.
El mundo extravió la memoria del primer viaje y de los primeros recuerdos que trajo el hombre a este valle de lágrimas: algo de ropa (cortesía del Padre), un oficio, el sufrimiento y la nostalgia de Dios.
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