Ir al contenido principal

Los treinta años y el lenguaje

Los treinta años son la edad en la que el hombre empieza a ser fiel a sí mismo, dice Ortega y Gasset. (El número no es azaroso: fue la edad en la que Jesús asumió su misión).

Solo es posible comprender a otro hablando con el fondo insobornable de uno mismo. 

La palabra es confesión: derrama. La palabra es religión: liga. Quiebra la radical soledad de los espíritus.

La vida social está enferma. Finge proximidades. 

Homero, siempre que describe diálogos entre personajes de la Ilíada, habla de "aladas palabras". No sé cuál es el giro semántico que habrá querido darle a la expresión, pero advierto un cariz negativo: las palabras nunca aterrizan en los corazones de otros, se quedan flotando, con jirones de alma en el interior. Y así, nos vamos deshaciendo (o des-siendo) y nos vamos distanciando.

En el afán de rozar un alma amiga, la propia se termina donando al viento, y parte de ella ya no regresa. Queda suspensa en un cielo trajeado de esencias desprendidas. De acercamientos frustrados. 

Estamos igualmente incapacitados para comunicarnos con el vecino y la divinidad. 

(Cómo olvidar el lamento de Poseidón:

"Padre Zeus, ¿habrá algún mortal 

sobre la inmensa tierra todavía 

que comunique a los inmortales

sus pensamientos y sus intenciones?").

El hombre destruyó todos los puentes. Es imposible llegar a territorio ajeno, ya sea secular o sagrado. Del otro lado del cuerpo no hay nada.  

Nos hallamos irremisiblemente solos, con solo nuestra apariencia. El ser quedó confinado en un manuscrito de Heiddegger. Y las esencias, embalsadas en mitos platónicos.  

Habitamos un mundo accidentado, en el sentido aristotélico del término. Sombras que pasan, saludan y mueren. 

Si hay mortalidad, que se note. La subrayamos con el trazo de nuestro modo de vida horizontal. Sacamos la línea vertical por miedo a que se forme una cruz.

Es imposible la trascendencia sin el ascenso y la caída. Y nos hemos encargado de despoblar los cielos de dioses y desalojar a los monstruos de los abismos. Se han borrado las huellas del camino del héroe. 


Nunca seremos más jóvenes que ahora, dice Patricio, un amigo que se autocondenó al exilio y que solo es capaz de hablar de cosas graves e "inamenas", como diría OyG. 

Anhela, como yo y algunos hermanos de ruta que todavía meditan, cargar sus días de sentido. 

Y arañarle una victoria al lenguaje, ese torpe enemigo nuestro. 


Ortega y Gasset, desterrado - RdL – Revista de Libros


Comentarios

Entradas más populares de este blog

Ya lo hemos dado todo, Señor

La humanidad ya ha ofrecido todo lo que tenía para dar. Ha agotado todas sus reservas, llevado al acto todas sus potencias. Ya ha elaborado todo el arte de que era capaz, y ha olvidado su capacidad redentora. Ya ha exprimido su lenguaje, y cansada de su auge lo ha mutilado. Ya ha regado la tierra con santos para todos los gustos. Ha parido ya todos sus héroes. Todos sus buenos reyes y todos sus tiranos, déspotas y sátrapas. Todos sus gobernantes mediocres.  Ya ha dado su provisión de alimentos, ha mejorado los productos de la tierra y justificado el paladar.   Ya ha regalado su más alta expresión literaria, y ahora se dedica a hacer obras autorreferenciales, fácilmente digeribles, plagadas de personajes sin vocación de trascendencia.  Ya ha suavizado el peso de la tierra con óperas, baladas, cantos épicos y canciones de cuna. Ahora, por una triste infertilidad, ha pegado la vuelta a los primeros balbuceos, al ruido sin melodía y a la letra sin levadura.  Ya ha surtid...

Lucano I

Hace tiempo que no me visita ninguna musa.  Desconozco el por qué. Supongo que debe haber alguno. A partir de aquí, el lector queda avisado, ingreso en el terreno de la especulación.  En Pamplona las musas me acosaban, en Dublín directamente no me dejaban dormir.  Buenos Aires es un monstruo gentil, me dijo un chofer de Cabify que huyó de Venezuela y juró -besando el dedo que figuraba una cruz- que no volvería. Su tierra lo echó con el gesto de brazos en paralelo, típico del que empuja, y otra tierra lo recibió con los brazos en paralelo un poco más abiertos, típicos del que abraza.  Buenos Aires solía ser un campo fértil para la imaginación y la cultura. Era una meca para el artista. Aquí estuvieron Saint Exupéry y Ortega y Gasset (tiene un ensayo para los jóvenes argentinos que es magistral). A Neruda y Frida Kahlo prefiero no nombrarlos, no los tengo en gran estima. Y pese a que me lo intentaron explicar, todavía no comprendo la estima que otros les tienen, suponi...

Alexandros I

Buenos Aires es, sin quererlo, la confederación que no pudo —o no supo— ser Argentina. Cada barrio es una polis, con reminiscencias de otras antiguas. Recoleta tuvo una época de plata en alguna medida similar a la de la Atenas de oro, la de Fidias y Sófocles. El esplendor de Palermo puede compararse al auge que en su momento tuvo Tebas. Parque Chas, en una asociación quizás más obvia, tiene algo de Creta. Pero, más allá de las diferencias fisonómicas entre los barrios, hay una mercancía habitual que puede encontrarse lo mismo en Villa Crespo que en Flores, porque la tiene cualquier porteño de raza. Es el ingenio. Un tesoro que cada vez está enterrado más abajo. Pero está. Es cosa de escarbar, y de escarbar mucho. Con el tiempo, tratar de encontrar el alma porteña y sus atributos será cada vez más parecido a un ensayo de paleontología.  Ahora todas las polis porteñas enfrentan un largo periodo de decadencia, primero porque han perdido la identidad propia, después porque han perdido ...