Los treinta años son la edad en la que el hombre empieza a ser fiel a sí mismo, dice Ortega y Gasset. (El número no es azaroso: fue la edad en la que Jesús asumió su misión). Solo es posible comprender a otro hablando con el fondo insobornable de uno mismo. La palabra es confesión: derrama. La palabra es religión: liga. Quiebra la radical soledad de los espíritus. La vida social está enferma. Finge proximidades. Homero, siempre que describe diálogos entre personajes de la Ilíada, habla de "aladas palabras". No sé cuál es el giro semántico que habrá querido darle a la expresión, pero advierto un cariz negativo: las palabras nunca aterrizan en los corazones de otros, se quedan flotando, con jirones de alma en el interior. Y así, nos vamos deshaciendo (o des-siendo) y nos vamos distanciando. En el afán de rozar un alma amiga, la propia se termina donando al viento, y parte de ella ya no regresa. Queda suspensa en un cielo trajeado de esencias desprendidas. De acercamientos fru...