El aire era pesado, el calor asfixiante mezclado con polvo levantado por las sandalias teñía la visión de un color arenoso. Su índice rozó la tierra y comenzó a moverse.
Escribió, así cuenta el Libro, refrendado por los sabios y los testigos de oídas. Los ojos de los presentes pasaron de una mirada sedienta de sangre, nublada por la ira del justo, al estupor. No comprendían. ¿O sí?
Sus corazones se llenaron de miedo, el temblor interior removió sus cimientos más íntimos, sus verdades se vieron al desnudo. Ahora, la prostituta eran ellos. Se miraron, temerosos de lo que veían y oían, de esa voz interior. Vergonzosos de que algún eco haya escapado las paredes de su fortaleza, de que lo que ellos mismos oían fuese oído por los demás. Cada fibra vibraba, el miedo y la paz se entrelazaban de maneras irracionales, el desconcierto y la certeza bailaban un vals acompasado, sin tiempo.
Cayó la primera piedra y le siguieron las demás. El polvo se levantaba como danza el agua al ser acariciada por la lluvia.
Algunos dicen que no hay fonética capaz de contenerlo, que lo que nombramos como palabra era un rayo de la luz más pálida y brillante. Otros dicen haber oído música de claves nunca antes oídas. Después de todo, nadie nunca supo cuál fue, en qué persona ni su tiempo. Aquel verbo creador. Verbo le llaman, a falta de definición. Aleph, podría decirse de aquel punto que recoge todos los puntos. ¿Era acaso un punto?, ¿acaso fue un símbolo lo que sacó del barro un hombre?
Nadie nunca supo qué escribió. Creemos que no hay letra, palabra o idioma capaz de conmover y hacer mirar al hombre su alma bajo la luz de su miseria. El mismo Verbo encarnado se develó –por segundos de un tiempo quieto-, y ese idioma de ecos lejanos espantó a las creaturas, que reconocieron en su rincón más profundo, esa amalgama de misericordia y justicia: la voz terrible de su Creador.
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